Mi viaje a la Cascada de Tangomar: un paseo por la época en la que el hombre no existía.

Por: Said Ávila.

Para cambiar un poco el ambiente (no porque lo dicho anteriormente no sea importante), les contaré unas de las experiencias más gratas que he tenido recorriendo este rincón costarricense. Un pequeño viaje lleno de naturaleza, soledades, vastedad y ejercicio físico.

Desde antes de venir a Costa Rica me había informado de esta curiosa cascada, caracterizada por culminar directamente en el mar. Después, ya residiendo entre ticos, en bote tuve la oportunidad de divisarla desde lo lejos, con su potente caudal parecido a una larga y azulada cabellera sacudida por el viento. Sin embargo, no fue hasta principios de octubre cuando finalmente me decidí a conocerla. 

Tenía dos semanas sin estudiantes, pero casi todos los días había llovido. El mar era café y los ríos estaban desbordados, por lo que las únicas ocasiones en las que había podido salir era para obtener provisiones, lo cual no es nada relajante, en realidad. Finalmente me dije <<¡Al carajo! ¡Voy a salir aunque llueva!... Total, solo son dos horas de camino.>>, pues no aguantaba el encierro y necesitaba usar la energía acumulada durante dos semanas en las que pasé la mayor parte del día sentado, pero comiendo mis porciones alimenticias normales, sin nombrar el estancamiento mental en el que me encontraba.

Vista desde el balcón de la cabina en donde estuve viviendo algunos meses, en el centro de Montezuma.

Así, el primer viernes de octubre, me levanté tarde, con pereza y pensando que ya no podría ir a la cascada porque era muy tarde, pero nuevamente <<¡Al carajo! Solo son dos horas de camino >> y me bañé, fui al súper a comprar pan y bloqueador solar, regresé a mi cabina (miniapartamentos en los que se puede vivir; quizá más adelante les comparta cómo son), preparé unos sándwiches lo más rápido que pude y, a las once de la mañana, pensando en las cuatro horas de camino que me esperaban, emprendí mi viaje a través del tranquilo pueblito de Montezuma. Ese día estuvo nublado, por lo que el calor no fue tan sofocante como puede llegar a serlo. ¡Dios es bueno!

Para llegar a la cascada, luego de atravesar el centro del pueblo, hay que recorrer por completo Playa Grande, una playa bastante pintoresca, con un ambiente casi mágico por el vapor que desprenden las olas que la abrazan, donde muchos van a practicar surf cuando la marea está alta o simplemente van a disfrutar de la arena y el sonido cortejador del mar. Caminé de extremo a extremo, mentalizado en que "tenía que recorrer todo el camino", con los pies descalzos, pues me encanta sentir la arena tan blanda. Era emocionante pues, aunque muchas veces había recorrido esta playa en su totalidad y conocido otras dos más pequeñas que le siguen, nunca había pasado de allí, por lo que la sensación de aventura se apoderó más y más de mí.

Lo que vislumbraba del camino que me esperaba.
Rápidamente estaba en Piedra Colorada, a donde en días posteriores regresaría a darme un chapuzón, pues, en condiciones adecuadas, el río que la atraviesa y desemboca en el mar forma una pequeña piscina natural frente al gran océano; una experiencia sumamente increíble que nos hace fundirnos con la naturaleza y el cosmos. Esta pequeña playa me llamaba la atención principalmente por dos razones: la primera, su arena café oscuro e intenso y, segundo, por la cantidad de pequeños caracolitos que andan en la playa, tan inquietos, pequeños y divertidos. Pero todo esto ya lo había visto antes, ya lo había caminado, ya lo había respirado. Este era el límite de mis previas experiencias, Al otro lado se encontraba lo desconocido, los esperado, lo incierto.Justo en ese momento comenzó la aventura. 

Conocí entonces que ahí mismo, a veinte minutos de donde vivía, existía la Reserva Nacional Absoluta Nicolas Wessemberg y un hermoso sendero por el cual se puede caminar y sentirse envuelto por la jungla. La sensación de estar totalmente rodeado de hojas verdes, en medio de árboles gigantes y el sonido de uno que otro animal, sobre todo congos son sus gritos trepidantes, me hicieron sentirme vulnerable, desprotegido, como un visitante de un mundo milenario (a fin de cuentas, es lo que somos, ¿no?), donde se me permitía respirar el aire más puro que puede haber mientras contemplaba la calma matutina de la selva, a unos cuantos metros del selvático mar.  Esa sensación se repetiría muchas veces a lo largo de ese día.



Después de recorrer el curioso sendero, una inmensa playa, tan extensa que era muy difícil ver su final. Aunque aún desconozco su nombre, esta playa me agradó particularmente por la vastedad que mostraba, a la vez que sus aguas eran muy tranquilas. A diferencia de las playas anteriores, las olas que aquí llegan lo hacen de forma muy apacible y, como la playa es bastante plana, cuando el agua se retira, deja sobre la superficie una especie de espejo gigante que reflejaba todo el cielo, juntando así dos inmensidades. Además, no tenía arena, sino unos colores bastante curiosos, lo que hacía que un hermoso tapiz recubriera la zona, dándole un toque tan distintivo y místico que imagino es difícil de superar.



Y luego, frente a la vastedad del mar, luego de ver la vastedad de la playa y del cielo que refleja, la vastedad de la selva se presenta en el otro extremo. Así es, arriba, abajo o hacia los lados, donde sea que uno ve, siempre hay vastedad. Sin embargo, hay otra vastedad muy interesante y, me atrevería a decir, parte de la naturaleza del lugar. Es la vastedad de la soledad, pues en este lugar apenas logré divisar unas cuatro personas, y fueron las últimas personas que vi en mi viaje hacia la cascada. No de he negar que este hecho, el de que esta inmensa playa no fuese tan frecuentada, también le da un toque singular, pues el silencio y el viento se sienten más, más puros, más libres, más transparentes y más vastos. 



Sin embargo, antes de mostrar los siguientes locaciones, he de mencionar que la vastedad no es lo único bonito de esta playa. A lo largo de su frontera con la selva se encuentran pintorescas rotulacines que aumentan el ánimo y sacan sonrisas. 

Y no solo rotulaciones, sino también objetos de la naturaleza bastante curiosos, como este pedazo de tronco que parece el perfil de una persona. 

Además de todo lo anterior, no me iré sin decir también que es un centro de anidación de tortugas (por eso solo se puede estar en ella de 6:00am-6:00pm), lo que lo vuelve un lugar aún más increíble y valioso. 

En determinado momento, me hizo pensar en el estado puro de la naturaleza, donde los hombres no son parte del cotidiano y cada planta, cada animal y cada ser que allí existe tiene una vida que desarrollar, tal y como lo hacemos todos nosotros. Sería entonces para ellos un día no cotidiano, en el que un ser bípedo, de baja estatura y enclenque contextura se asomaba a sus ventanas, a sus patios, a sus habitaciones, para mirar con asombro todo cuanto le rodeaba, mientras ellos, en silencio, se reían y enorgullecían de poseer lo que poseían y ser quienes eran. Tal sentido de animación podía sentir al avanzar. 


Como podrán ver al fondo, esas pequeñas bolsas verdes son señales debajo de las cuales hay huevos de tortugas, los cuales son rescatados por voluntarios, quienes los cuidan hasta el tiempo de eclosión para luego liberar las pequeñas tortuguitas al océano. 


Después de estar por tan maravilloso lugar, continué con mi viaje. Prontamente las playas volvieron a desaparecer y reaparecer, pues varios senderos se extravían muchas veces a lo interno de la vegetación, haciendo que apenas percibiera del mar su lejano rumor. En muchas ocasiones dudé si realmente iba por el camino apropiado, y en muchas otras temí que apareciese una culebra o algún otro animal salvaje. En algunas partes del trayecto casi me arrepentía de haber ido, pues parecía interminable y pasaba mucho tiempo antes de que divisara la playa nuevamente. De igual modo, como era temporada lluviosa, muchas veces el camino estaba muy lodoso y había que ingresar a la maleza, con el temor de más culebras, para poder avanzar, por lo que aprendí que un par de sandalias no eran el calzado más indicado para semejante azaña. Aún así, logré sobrevivir y pasar por caminos muy inclinados, otros casi invisibles, algunos muy tranquilos y por otros en los que me asombró el poco ingenio que creí que ya no tenía. 

También he de mencionar que, en una ocasión, me encontré un par de turistas que venían de camino, pero nunca fue más que un saludo el que se cruzaba entre nosotros, por lo que nuevamente la soledad de estos parajes me envolvía y asombraba, nuevamente haciéndome pensar en que era el exótico, el objeto extraño que irrumpía en la cotidianidad de la jungla costarricense. 

Sin embargo, tampoco puedo negar que había lugares realmente increíbles, donde miraba platas con formas y tamaños que jamás se me habían pasado por la cabeza. Ejemplo de ello fue un fragmento lleno de lianas, donde todo espacio al rededor del sendero estaba cubierto por gruesas cuerdas vegetales que recreaban un mundo nuevo, haciéndome sentir en una dimensión de fantasía, ansioso y a la expectativa de poder ver cualquier ser mitológico.  En otras ocasiones, esas lianas le daban cierta esencia humana a los árboles, lo que los hacía parecer como pensantes y sabios, como si estuviesen ahí, conversando entre ellos, comentando sobre el extraño (yo) entre ellos, de forma silenciosa pero completamente comprensible para los vegetales, aunque invisible para mí. 

Todo esto hacía pensar en lo diverso que es la existencia y en las otras tan distintas formas de vida que seguro jamás conoceré. Tantos colores, tantas formas, tantos tamaños, tanta maneras de ser, se sobrevivir, de existir. Como notarán, todo esto me emocionada y, a la vez, me hacía ver lo prescindibles que somo los humanos y lo afortunados que éramos de poder presenciar semejantes prodigios. 

La caminata continuó. A pesar de la sombra y las lluvias recientemente caídas, el calor no disminuía, unido a la humedad de la zona, lo que hacía que en ciertos momentos la atmósfera se volviese más densa y silenciosa. Nuevamente, me sentí completamente solo en medio de la selva, a la merced de lo que la Selva quisiera, sin poder defenderme de forma alguna... Y sin necesidad de hacerlo, por supuesto, pues la naturaleza fue siempre amable y sonriente, mostrando toda su exuberante belleza. 

Así pasé durante varios minutos, casi horas, y comencé a dudar sobre la distancia que tenía que recorrer, pues justo miraba el tiempo, dos horas, y no miraba por ningún lado, ni siquiera a lo lejos, alguna cascada. Otra vez las ganas de regresar me asaltaron, pero decidí que ya había recorrido demasiado como para no continuar. Quizá viese algo en unos minutos, decidí creer. 


Lo malo es que pasaban unos minutos y yo seguía sin vislumbrar ninguna señal de la cascada. Solamente miraba playas cada vez más cafés y un más cada vez más azul frente a mí, siguiendo vasto y desolado, sin nada ni nadie que diese testimonio de vida humana. 


Cuando realmente pensaba que no llegaría a ningún lugar, a lo lejos, pude ver un pequeño hilo de agua que salía de un risco y se desplomaba hermosamente en el mar, sobre unas rocas constantemente bañadas por este. Al principio me preguntaba si era este el lugar de mi llegada o solamente uno muy similar antes de encontrar el verdadero destino. He de decir que si ese era el destino, me sentiría un poco decepcionado, pues esperaba algo más llamativo y grande. De todos modos, fijé ese punto como mi meta, fuera o no la Cascada de Tangomar, pues tenía que regresar ese día y ya aproximaban la una de la tarde.

En un principio creí que llegaría allí en unos quince minutos, <<quizá diez, si me apuro>>. Lo que no sabía, era que estaba a punto de cruzar la playa más grande que habría recorrido hasta ese punto de mi vida. Sin exagerar mucho, con un paso normal, ni apresurado ni despacioso, tardé al menos cuarenta y cinco minutos en cruzar dicha playa de un extremo al otro. Nuevamente, mientras la cruzaba, me preguntaba si realmente fuese a terminar en algún momento, pues su curvatura revelaba a cada paso mucho más terreno por recorrer. Empero, era curioso ver el cambio del paisaje: la arena, la vegetación y sobre todo el cielo, tan azul, tan despejado, tan alegre, eran muy diferentes a lo que había dejado hace unas horas en Montezuma. Me asombré de lo diferentes que pueden ser dos lugares tan cercanos, a pesar de no tener una idea exacta del lugar en el que me encontraba. Supuse entonces que debía de haber recorrido una distancia increíble y me preguntaba qué hazaña habría logrado, lo que fue muy gracioso de recordar cuando me di cuenta de que mi gran hazaña se limitaba a unos pocos kilómetros, nada admirables pero tampoco despreciables. 

Una playa jurásica.
Aún así, he de decir que fue un recorrido bastante hermoso, recordando en algunas ocasiones que el famoso Jurassic Park se encontraba supuestamente en una isla costarricense, y comprendiendo claramente el por qué. En estas zonas, tan desoladas, tan silenciosas, tan quietas, da la sensación de que nada ha cambiado, de que todo se mantiene como en el principio, como si el hombre no hubiese pasado jamás, como si nunca hubiese existido siquiera como idea. Y recordé a los personajes de Verne en el centro de la tierra admirando animales prehístóricos, creyendo que de entre las palmeras, sobre las rocas, pudiese surgir algún megareptil y poder presenciar entonces un milagro de la naturaleza; por un momento creí que los dinosaurios todavía existían y estaban ahí atrás, a tan solo unos metros de mí, esperando a ser vistos, descubiertos, encontrados. Tal es la sensación que produce esa playa tan peculiar cuando se mira su límite con la vasta selva tropical. 


Y si miraba al mar, era tal la ausencia de actividad humana que hacía parecer como si fuesen lugares vírgenes, totalmente ignorados por la humanidad. Ni barcos o lanchas, ni pescadores, ni turistas, ni biólogos o científicos queriendo averiguar algo. Solamente el mar azul, con el cielo azul y su playa café frente a mí, único ser humano en ese pedazo del planeta nunca antes visto por ojos racionales. Y entonces me transporté al momento en el que los españoles arribaron a nuestro continente y pude comprender la sensación de descubrir un lugar totalmente nuevo, jamás antes pensado. Sentí que tenía, en ese momento, botas gigantes, que arribaba a esa playa con su café intenso, descendiendo de carabelas de madera en pleno mitad de milenio. Y sentí también el temor que pudieron tener los primeros inmigrantes americanos al ver tanta naturaleza, tanta vida, tanto verdor; sentí la curiosidad de esos primeros viajeros por saber qué había detrás de esas palmeras, el deseo de descubrir qué había hasta en el último rincón de este nuevo mundo que se presentaba ante mis ojos y ante mi corazón. Imaginar seres legendarios, fantásticos e increíbles habitando este mundo de gigantes, moviéndose sigilosamente en un silencio que no se dejaba perturbar pero que parecía ocultar criaturas increíbles e inimaginables. Y mis ojos junto con mi corazón también se encendieron al enterarse de que delante de ellos se encontraba la gran hazaña americana, tan nueva y rica como lo fue para los españoles en el momento en el que ellos pisaban por primera vez estas tierras tan relucientes y distintas. 

Mi viaje a una cascada se convirtió entonces en un viaje en el tiempo, lo que me recordó la novela de Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, en la que afirma que la historia de la humanidad se encuentra toda en América, congelada en su diferentes etapas, permitiéndonos conocer de forma contemporánea épocas pretéritas imposibles de experimentar en otras partes del globo. Entonces, decidí perderme, felizmente, en el anacronismo americano, y caminar por el sendero atemporal que se me había permitido cruzar.

Después de avanzar por distintas épocas, finalmente, pude divisar de nuevo la cascada motivo de mi aventura. A pesar de lo que esperaba, seguía relativamente pequeña, pero sin duda tenía que ser, pues no era posible que después de tres horas de camino aún no estuviese cerca del lugar de mi destino. 

Como mencioné, la playa es bastante extensa, por lo que su curvatura ocultaba muchas cosas que iba descubriendo a mi paso. Era impresionante ver cómo la playa se iba transformando poco a poco: la arena, la vegetación, el azul de sus aguas, las rocas en la orilla. Cuarenta y cinco minutos recorriéndola, cuarenta y cinco minutos experimentando una transformación constante y sutil, viendo a cada minuto algo nuevo, la metamorfosis constante de la naturaleza. 


Uno de esos descubrimientos ocultos y a la vez revelados por la curvatura de la playa es este río cuyo nombre también desconozco, lo que me hace recordar la época remota en la que las cosas no tenían nombre, pues no había quien las nombrara. He de decir que fue grande la tentación de darme un buen chapuzón antes de llegar a mi meta; sin embargo, el verdor que se aprecia en el agua me hizo desistir de la idea, dejándome la esperanza de regresar cuando no hubiese tantas lluvias y que el agua tuviese la transparencia característica de los afluentes de la zona, esperanza que anhelo ver realizada pronto, pues sus paredes arenosas dan la sensación de encontrarse en la fortaleza de un mundo de aguas dulces, frente a las puertas del mundo de las náyades americanas.



Luego de descansar en las orillas de este oculto imperio, proseguí mi camino por un par de minutos, apreciando la constante evolución de la playa donde los hombres no existen y todos los seres parecen adquirir consciencia. El intenso marrón de la arena me maravillaba, pues era la primera vez que la observaba tan suave y de este color. Y con la distancia, veía elevarse la vida en lugares agrestes. Era la vida conquistando nuevos territorios, era la vida que colonizaba la materia ruda, abriendo el cerrado corazón de la roca impenetrable, como en el momento en el que los primeros seres biologicos comenzaron a poblar el planeta. Y sobre todo, su ímpetu de vida, su tranquilidad imperturbable, su firmeza frente al mar: el desafío de vivir.

Desde este punto, la cascada era perfectamente visible. A solo unos metros, el lugar tan esperado se mostraba posible. A pesar de ello, un último obstáculo tendría que sortear, pues no había un camino directo para dicha maravilla natural, sino, por el contrario, una amplia pared de roca con una pequeña caverna y helechos prehistóricos que hacían recordar los primeros hogares de nuestros ancestros. La curiosidad y el temor se reñían dentro de mí, pues, condición humana, me moría por ganas de explorar la pequeña caverna, recordando nuevamente los aventureros personajes verneanos en centro de la tierra, fantaseando en la posibilidad de regresar a un pasado más concreto y tener una aventura similar a las que leía en las primeras novelas de mi juventud. Empero, el inminente peligro de que no hubiese nada fantástico sino simplemente alguna víbora u otro animal perjudicial o, por cualquier otro motivo, lo único que lograse fuese obtener alguna herida o lastimadura. Al final, la disputa no duró demasiado, pues cuando mis ojos se adaptaron pude ver claramente la pared de la pequeña gruta, lo que despareció todas las oportunidades de una aventura novelesca.

Helechos primitivos.
Aún así, los helechos en la parte exterior captaron por bastante tiempo mi interés. Nuevamente, era la vida surgiendo de la materia inerte, el milagro biológico responsable de nuestra existencia. Y, de repente, estos pequeños seres también cobraban conciencia. Parecía que conversasen entre ellos, como una comunidad tranquila, ordenada, civilizada y desarrollada que había llegado a la conclusión de que la sencillez era la mejor manera de desarrollar la vida, la existencia, con calma, con el suficiente detenimiento para obtener de la roca estéril los nutrientes necesarios para respirar en el mundo. Y era eso, una colonia de vida, el vivero de un futuro bosque que seguramente terminará poblando todo el territorio que le rodea, manteniendo la frescura húmeda de las aguas subterráneas que emergen de las entrañas de la tierra.

Luego de este breve pero fértil detenimiento, mis pasos continuaron. Con todo el cuidado que pude, escalé por la pequeña pendiente, la cual, por ventaja, tenía minúsculas salientes que facilitaban el asenso y, si el equilibrio era el adecuado, permitían dar pasos firmes hacia las alturas. Al avanzar unos cuantos metros, se hicieron visibles las aguas prometidas: desde el borde de un acantilado, el fluido vital descendía para entregarse a la gran materia marina.

Cascada de Tangomar, también llamada Cascada de Cocalito (debajo de ella, un turista).
Y bien, no negaré que esperaba algo más. Es cierto que mi fotografía no es la mejor, pero tampoco creo que hubiese logrado mucho con un mejor lente o una mejor perspectiva. En efecto, comparado con la inmensidad presente durante todo el viaje, la cascada se miraba chiquita y sin gracia, apenas dando un pequeño saltito y un sonido que atestiguaba su pequeña existencia.


¿No valió la pena emprender tremendo viaje? Nunca diría tal cosa. Como muchas cosas en la vida, los que realmente se disfruta es el camino, no tanto el punto de llegada, y este caso no es la excepción. Si bien, la cascada como tal no posee nada digno de mi admiración (puede que de la de ustedes sí), todo el camino realizado, las experiencias vividas, las fantasías generadas, hacen que realizar este viaje casero tenga un valor difícilmente reemplazable.

Sin embargo, mi aventura aún no terminaba. Mientras contemplaba la catarata, pude divisar un pequeño sendero hacia la cima del risco. Obviamente, en poco tiempo emprendí camino con la curiosidad nuevamente encendida, a la espera de poder tener sensaciones nuevas, y vaya que las tuve.

Al subir, noté que el caudal de la cascada no es muy fuerte, por lo que decidí acercarme lo más que pude al borde de la cascada (si tienen vértigo, son ansiosos o simplemente tienen sentido común, no lo hagan), pues quería saber qué se sentía ver el caudal de la cascada que huía en contraste con el movimiento de las olas que se acercaban. Fue sorprendente, no solo por el efecto que causaba, sino porque hacía anteponer dos mundos tan similares, acuáticos, pero a la vez distintos, pues contrastaba el inquietante movimiento de la cascada con la calma implacable del mar. Aunque en mala calidad, aquí una pequeña grabación de lo que pude contemplar ese día.



Pero el camino no terminaba, pues el sendero que me había llevado hasta este lugar aún no terminaba, y aún cosas maravillosas esperaban que mi mirada se posara en ellos. Continuando dicho sendero, la vegetación tropical nuevamente me envolvía, pero en esta ocasión con árboles de copas extensas, tapizando el cielo con verdes hojas explayadas. Me pareció increíble el hecho de que una vez en ese lugar, perfectamente se podía obviar el hecho de estar a unos metros del mar, ya que su rumor desapareció, el olor fue distinto y la tierra volvió a ser la base en la que se posaban mis pies. Era otro mundo, otra parte del planeta totalmente distinta, como si por una puerta invisible hubiese llegado a otra parte del globo.,Empero, aún me quedaba algo por ver, pues al límite de este mundo, me esperaba uno de los espectáculos más placenteros que he podido presenciar: la vastedad, la calma del mar, vista desde las alturas.

Después de explorar brevemente esta esfera vegetal y conocer el río que daba origen a la cascada, cerca del sendero por el cual había ingresado había otro pequeño camino inclinado. Como soy algo curioso, decidí subir por el y, luego de unos momentos, me encontré al borde de la masa continental, desde las alturas, pude observar por mucho tiempo la magnificencia portentosa del océano. 


Estuve así por varios minutos, contemplando la calma, la fuerza, el poder y la paz de este inmenso mar, pensando en toda la energía que contenía, en toda la vida que albergaba y en los tiempos inmemoriales en los que tuvo su nacimiento. El mar, el vasto e inmenso mar....

Fue aquí donde decidí almorzar, a eso de las dos de la tarde. No podría haber lugar más propicio para hacerlo, pues unas rocas casi cúbicas posaban frente al hermoso abismo, como si de antemano estuviesen preparadas para recibir las almas enternecidas por tan maravilloso acontecer. Por un momento me apresuré, pensando en que pronto tendría que emprender el regreso, pero nuevamente la conciencia del mundo me hizo detenerme y comprender que no debía apresurarme tanto; por el contrario, debía disfrutar con calma esta oportunidad que me daba la vida, debía estar tranquilo como el mar que cautivaba mi vista y debía no solo contemplar esa inmensa paz, sino también dejarla que poco a poco me fuese inundando, que me poseyera, que, a través del aire que respirara, se fuese extendiendo por mi cuerpo como un exquisito vino, uno de los mejores que he podido tomar, o más bien respirar, en mi corta vida. 

Aún así, luego de un buen momento, llegó el tiempo de partir. Empero, antes de ello, las pequeñas flores de alrededor no me fueron indiferentes. Sus encendidos colores me parecieron particulares, y su forma ruda me hizo recordar, nuevamente, las épocas primitivas donde todavía la forma no había sido perfeccionada, pero ya se anticipaba, como en un embrión, la belleza del mundo. Por lo largo de muchas rocas se extendían estas llamativas florecillas, de color casi fluorescente, más bien incandescente, como si en lugar de pétalos fuesen brazas, sostenidas por tallos de bronce y hojas metálicas y fornidas, mostrando su belleza y su inocencia a todo aquel que la quisiese, sonriendo a todo caminante que pasase junto a ellas. 

Y fue este básicamente mi viaje. El trayecto de regreso fue exactamente el mismo, solamente que más apresurado por la preocupación de la marea (que gracias a Dios fue la propicia en todo momento; luego me enteré de que, de no ser así, pude haberme quedado atrapado por horas en alguna parte del camino, pues hay fragmentos intransitables cuando está la marea alta) pero viviendo de forma express todas las aventuras antes vividas. 

Repito, es una de las mejores experiencias de mi vida, y es es gracias a que recorrí el camino a pie, pues, como ya mencioné, el valor de esta pequeña aventura reside en su recorrido y no tanto en su culminación. El cambio continuo del paisaje, la sensación de estar en nuevos mundos, la presencia constante de la naturaleza, los viajes a la prehistoria o al arrivamiento de los europeos, la sensación de vastedad, la ausencia absoluta del hombre; todas estas emociones, estas sensaciones y experiencias hacen que realizar este viaje sea una de las aventuras más grandes que podemos tener los hombres sobre esta tierra. 

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